Hay situaciones en la vida de las personas que pueden hacer que éstas necesiten protegerse. Por ejemplo, quizá si a un hombre a una mujer le rompieron el corazón, para la siguiente relación, este ser humano puede sentirse receloso para entrar a una nueva experiencia.
Es parecido a haberse mojado bajo un gran chaparrón de lluvia –símil de la relación anterior- y haber padecido neumonía luego de la mojada –analogía con el sufrimiento o duelo-. Esta situación previa puede hacer que se sienta temor, ante incluso un mal tiempo que asoma una posible tormenta. Pues, una nueva oportunidad, puede significar volver a enfermarse y por lo tanto, a pasarla mal.
Bajo esta mirada, la persona decide vivir con el paraguas abierto las 24 horas del día, los 365 días del año. Esto, con la finalidad o fantasía de garantizar que no pueda mojarse de nuevo y, por lo tanto, minimizar la posibilidad de enfermarse. Este ejemplo no es más que protegerme, no exponerme, no mirar ni permitir que me observen, de tal manera que no hay chance de que me rompan el corazón.
Si bien cuando me protejo, puedo creer que garantizo mi bienestar. Si me cierro, no hay posibilidad para el encuentro, para el contacto, ni para experimentar lo dulce de la lluvia. Así sería si vives con el paraguas abierto permanentemente.
No tener paraguas o tenerlo olvidado y cerrado, puede hacer que la lluvia te pesque sin darte cuenta. Exponerte demasiado puede hacerte vulnerable, un blanco fácil.
Si se pudiera hablar de un “ideal”, sería el siguiente: tener el paraguas a la mano, estar pendiente del tiempo y probar. A veces será el momento de abrirlo porque el cielo anuncia tormenta y otras veces de cerrarlo pues el sol está resplandeciente.
Te invito a que te fijes si vives con el paraguas abierto o cerrado. Cómo es tu historia. Quizá antes de cerrarlo, necesitas sacar la mano para saber que ya no llueve y que es tiempo de mirar el cielo azul y los rayos del sol. Si por el contrario, sientes gotas, déjalo abierto. Ya pasará la tormenta.
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